En 1979, semanas después de que le concediesen el Nobel de La Paz, fui a Calcuta para concretar una entrevista vía satélite con Teresa de Calcuta para TVE. Pese a gestiones realizadas desde Prado del Rey, cuando llegué la monja estaba en Bangladesh urgida por cierta desgracia y tampoco se disponía de satélite para España. Calcuta era entonces una de las muchas puertas que este mundo tiene abiertas al infierno: niños mutilados por la familia eran balanceados en frágiles cuerdas desde alturas próximas a los hoteles de los viajeros occidentales para estimular su caridad y un millón de personas cumplían su ciclo vital en la calle; allí nacían, vivían, se reproducían y morían. Estuve bien atendido por la belga Frederique, sustituta de la premiada en la Orden. Yo me movía por la ciudad con el coche que mi empresa había negociado desde Madrid y que resultó ser un Rolls Royce blanco pilotado por un chofer de riguroso uniforme blanco con leguis y gorra de plato blancos. El colonialismo inglés había dejado restos y quizá no existían otro tipo de vehículos para alquilar a los visitantes de cierta representación. Joven periodista, yo me consideraba avergonzado por pasar por un visitante de esos y pedía al chofer que me dejara antes de llegar a los centros que había de visitar, un gesto absurdo que no servía siquiera para evitarme la mala conciencia por ser diferente. Los centros en que la Nobel desarrollaba su labor junto a sus acólitas eran de moribundos y de niños abandonados. En el primero recuerdo haber visto una forma oscura que, al acercarme, resultó ser un agonizante cubierto enteramente de moscas. Después de cometer el error, en el segundo se me advirtió de que no cogiera en brazos a los niños porque no conocían la ternura y sufrirían cuando los abandonara.